17 de octubre de 2012



Como casi todo el mundo, tuve una adolescencia difícil. Reconozco que mi inmadurez y mi agitación hormonal fue un cóctel explosivo que compartía con mis amigos de aquellos tiempos, tan desatados como lo estaba yo, lo que nos llevó a poner en marcha las ideas más peregrinas que se nos ocurrían, sobre todo si surgía un motivo de fuerza mayor como lo fue en aquel verano nuestra repentina ansia por saber de una vez por todas que sucedía entre un chico y una chica cuando estaban a solas. Tom fue el que nos proporcionó la estrategia que creímos que era la más adecuada, porque nos había enseñado en una revista sobre naturaleza el reportaje de un biólogo inglés que pasaba horas y horas oculto en la maleza observando el comportamiento de los orangutanes. Teníamos la táctica, además de la cámara fotográfica del padre de Oswald y el bosque donde iban las parejitas a hacerse arrumacos. Pero lo que no pudimos prever es que ese día descubriríamos otras cosas bien diferentes sobre el campo de la conducta y que yo comprobé de primera mano, con mi propia cara. Pese al frenético temblequeo de sus piernas, lo que Oswald logró captar en tan solo una instantánea fue la prueba fehaciente de la imprevisible reacción que puede mostrar la presa observada si no se actúa con el suficiente sigilo y el tacto preciso mientras está concentrada en sus quehaceres amatorios, pudiendo provocar severos daños físicos al investigador.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Dion and The Belmonts - A teenager in love (http://www.youtube.com/watch?v=454613BG55c)