25 de septiembre de 2012



Si había algo que nos divertía cuando apenas teníamos doce años de edad era jugar a los detectives. Fieles a nuestra afición por las películas de Bogart y por la cosa de darle más veracidad al asunto, mis amigos y yo nos fijábamos en aquellos vecinos malcarados cuyos rasgos nos sugerían una posible trama llena de peligro y emoción. Bien era cierto que Little Italy, el barrio donde vivíamos, estaba plagado de semblantes de dudosa reputación, como también y por esa misma razón, había que moverse con discreción para no meterse en líos. De ahí que actuásemos con sigilo cuando seguíamos a uno de nuestros siniestros personajes. Recuerdo que el Sr. Martone fue uno de ellos. Su figura encorvada y su manera de entrecerrar los ojos, a modo de seductor trasnochado, nos hizo creer que podría ser un oscuro e impulsivo pistolero a sueldo de alguna de las bandas de gangsters más violentas de New York. Confieso que nunca me ha alegrado tanto, y más ahora, en mi madurez, de la mala suerte que siempre nos acompañó, porque aquella emocionante aventura, al igual que las demás, se convirtió en un decepcionante patinazo, cuando supimos que el único delito que había cometido el Sr. Martone fue emborracharse y estrellar su viejo automóvil contra la pequeña oficina de seguros donde trabajaba después de haber sido despedido por incompetente el día anterior, resultando herido su antiguo jefe con múltiples y variadas contusiones.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Mezz Mezzrow - Gone aways blues (http://www.youtube.com/watch?v=Ajjsp2gwmEk)