16 de octubre de 2012



Una tarde lluviosa de domingo mi abuela me reveló entre sollozos y tazas de té la profunda tristeza que le embargaba cada vez que pensaba en su hija, mi tía Nelly. Decía que era muy atrevida, que muchos fueron los chicos que anduvieron tras sus faldas y, lo que era aún peor, que sus osadías eran continuo motivo de cuchicheo entre los vecinos quienes, según la abuela, la dirigían miradas reprobatorias cada vez que se cruzaba con ellos. Su confesión me dejó sorprendido porque en aquella época, en la que yo estaba más interesado en zascandilear con las chicas que en estudiar, no vi nada raro en todas las andanzas que me contó sobre la tía Nelly, sino que me parecieron las consecuencias lógicas en una mujer que siempre fue muy atractiva. Mi madre y el resto de la familia tampoco aprobaron su forma de ser, imagino que por celos y porque eran todos tan estirados y pazguatos como mi abuela. Aquella tarde no quise dar importancia a sus palabras, como no se la doy hoy en día. Y aunque sé que le tocó vivir otros tiempos, no le puedo perdonar la manipulación que ejerció en la memoria de la tía Nelly, dejando tan sólo algunos trozos para la posteridad. Trozos que aún me siguen provocando una gran fascinación.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Frédéric Chopin - Nocturno en si bemol menor Op. 9 nº 1 (http://www.youtube.com/watch?v=GZbuA7r17uk)