28 de noviembre de 2012



Recuerdo que me cogió un poco de improviso. También es cierto que a esa edad no se tiene demasiada conciencia de las cosas. Y yo, desde luego, no la tenía. Era aún pequeña. Pero el simple hecho de sentirme princesa por un día era algo muy tentador, incluso diría que maravilloso, por la simple razón de que todas las miradas se dirigirían a mí. Y si les soy sincera, esa fue mi mayor preocupación, mucho más que mis malas notas en matemáticas. Al fin y al cabo, quería ser el centro de atención y estaba dispuesta a hacer lo posible con tal de cumplir mi deseo, aunque todo estuviese supeditado a la economía familiar que, por otra parte tampoco era muy boyante. Pero ni falta que hacia, porque había otras cosas más importantes para mí y, además, al final tampoco vino mucha gente. Éramos una familia muy pequeña y mis progenitores tampoco tuvieron lo que se dice una gran vida social. Mas bien al contrario, ya que mi padre tenía fama de tacaño y antipático y mi madre de ser una mujer introvertida. Yo jamás me atreví a preguntarles el por qué de ello, ya que a los niños nos habían enseñado que teníamos que callar y obedecer a los mayores. Sin embargo, ahora, hoy en día, cuando pienso en aquello, me doy cuenta que en el fondo me dio igual. Lo importante para mí fue que ese día todos me miraron. Aunque fuesen pocos.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Sam Cooke - Nobody knows you when your down ans out (http://www.youtube.com/watch?v=REBQrB2loAE)