21 de diciembre de 2012



Aún recuerdo aquellas Navidades del 37 cuando mi familia vivió por primera vez una situación desesperada. Desde hacía muchas generaciones todos se habían dedicado al campo. Mi padre, que era un hombre entregado en cuerpo y alma a la tierra, jamás manifestó queja alguna cuando a final de cada mes hacía el recuento de los exiguos ingresos que entraban en casa. Mi madre tampoco se lamentaba. Al fin y al cabo era una mujer de fuerte carácter que sabía que el único camino posible era mantener la firmeza porque siempre había muchas cosas que hacer para mantener unida a la familia. El New Deal de Roosevelt poco se notaba en el ámbito rural tejano y a mis padres, que no estaban al tanto de los asuntos de la política, tampoco les afectó demasiado porque siempre habían tenido tan poco que, por poco que fuese, ya era un motivo de alegría. Y aún así, jamás perdieron el aliento. Pero en aquellas fatídicas Navidades del 37 la cosecha se había perdido y apenas había que llevarse a la boca. La tía Jill pensó en el tío Bart, que hacía un par de años se había marchado a Miles City, en Montana, para trabajar en una fábrica de acero. El tío tampoco podía ofrecer mucha ayuda económica porque tenía un sueldo precario. Pero era cazador en sus ratos libres, por lo que para que no nos faltase de nada en esos días tan señalados, se las apañó para mandarnos las mejores piezas que capturaba. Recuerdo que tenían un sabor extraño, pero en aquellos días eso poco nos importó.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Sonny Boy Williamson - Sonny Boy's Christmas Blues (https://www.youtube.com/watch?v=jGFnSqMFQFo)