31 de diciembre de 2013




Era lo que tenía el pertenecer a una estirpe cuya cabeza de familia hacía las cosas por medio de la improvisación. Porque mi padre siempre fue así, un hombre incapaz de planificar siquiera una pequeña excursión para un domingo o de organizar una reunión de amigos. Según él había que dejarse llevar por la propia aventura de vivir, que lo excitante era el hecho de no saber que es lo que sucedería después. Porque ¿para qué programar un plan, decía, si luego en la mayoría de las ocasiones se acababa frustrando por las imprevisibles circunstancias que aparecían a última hora? Es lo que ocurrió en aquella inolvidable, para nosotros, Nochevieja de 1941, cuando no se sabe muy bien por qué, y quizá en parte contagiados por el espíritu caótico de mi padre que hizo que mi madre y los demás olvidasen el calendario, no hubo cena. Era lo que tenía el hecho de ser emigrantes en Inglaterra, un lugar donde no existe la tradición de recibir el nuevo año con uvas. Y aún así, cuando alguien se dio cuenta, se reunieron un puñado de botellas de vino y alguna que otra gaseosa, y se brindó, al amanecer, en el jardín de nuestra casa.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Guy Lomabrdo - Auld lang syne (http://www.youtube.com/watch?v=DUFa7hMS8aM)

13 de diciembre de 2013




Aunque sé que dentro de la lucidez que me permite mi entendimiento, y de que mi relato sigue siendo puesto en duda, pretendo con estas líneas no sólo defender mis vivencias, sino dejar constancia de unos hechos que fueron reales, a pesar de que hubo mucha gente que los puso en duda. Nada más lejos de la realidad, sobre todo si cada uno tiende a interpretar los hechos de manera distorsionada, que es lo que suele suceder habitualmente. Pero ¿Qué es real? ¿Y que es ficción? Máxime cuando aún hoy en día se pone en duda si Elvis Presley sigue vivo o no. Yo, en mis circunstancias, sé que poco puedo hacer. Soy un don nadie, es decir, alguien que no es influyente en la gente. Un ser invisible. Patético, si lo prefieren. O un tipo insignificante que, haga lo que haga, va a pasar desapercibido ante todo el mundo. Incluso para mis vecinos de habitación. Me da igual. No es una cosa que me vaya a quitar el sueño, como tampoco envidio a nadie, tenga los talentos o el dinero que tenga. Sólo sé que son mis circunstancias, las que me han tocado vivir. Y las acepto tal como son. Pensarán que soy lunático, un loco, o incluso, los más condescendientes me acusarán de poseer una gran imaginación. Pero, digan lo que digan, soy un inocente corderito, si, poco hombre, un mentiroso si quieren, pero las vi, y me saludaron, y sonrieron ante mi paso, y yo me baje de la barca, y…

(Foto: cortesía de Alfred Dopar)


· Fondo musical para acompañar la lectura: John Tavener - The Lamb (https://www.youtube.com/watch?v=uYDM2NHY8cs)

12 de diciembre de 2013




Aunque desde tiempos inmemoriales los miembros de mi estirpe han seguido la tradición de ser médicos, hubo un antepasado que logró evadirse de tal destino. Al parecer, Nicanor, que era como se llamaba, lo de ver vísceras le producía demasiadas arcadas y continuos mareos. Aunque también, lejos de todo aquello, había sentido la llamada de la pintura desde muy pequeño. Pero a partir de aquí mi abuelo sólo nos contó vaguedades, ya que, salvo una vieja fotografía, son escasos los detalles que han llegado sobre su vida, además de que la imaginación de la familia ha contribuido lo suyo a idealizarla, supongo que por la cosa de darle un mayor pedigrí al apellido. El abuelo nos contó que, tras la invasión francesa, Nicanor y sus padres se marcharon a Burdeos por razones que se desconocen, y que el niño siempre estaba enredado con papeles y pinturas, por lo que sus progenitores decidieron llevarlo a que recibiese clases de un viejo y afamado pintor que se había establecido hacía muy poco tiempo en la ciudad. Cuenta el abuelo que Nicanor fue el verdadero precursor del “action paintig” y que, además, se dio la circunstancia de que la llevó a cabo con su propio maestro. Y es ahí cuando, con un exacerbado orgullo, el abuelo nos mostró la mencionada fotografía para demostrarnos que los hechos fueron así. Pero yo, ni le vi parecido al cuadro del fondo con “La lechera de Burdeos”, ni tampoco reconocí a Francisco de Goya, ya que ni si quiera, por la postura de la cabeza, se le ve si tiene patillas.
(A Juan Manuel Garcia Ferrer)
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· Fondo musical para acompañar la lectura: Luigi Boccherini - Passacalle, de la La musica notturna di Madrid. LE Concert des Nations/Jordi Savall (https://www.youtube.com/watch?v=4BDzbKqjW7o)

11 de diciembre de 2013




Sr. Director:
Leo un reportaje en su periódico, que dicho sea de paso llega puntualmente a la residencia, en el que un joven de su equipo de reporteros ha desentrañando un caso de esos a los que les gusta dar una exagerada aureola de sensacionalismo para vender más ejemplares. Sin ánimo de ofender a nadie sólo quiero hacer una pequeña precisión ya que el periodista aporta un dato erróneo. Se lo digo por la sencilla razón de que no sólo estuve allí, sino que soy uno de los jóvenes que aparece en la fotografía que encabeza el artículo. Cierto es que aún no había llegado aquel invierno, el del 43, que sería especialmente duro, uno de los más gélidos que he vivido en mi larga vida, algo que tampoco pudimos presentir durante ese mes de noviembre en el que las tropas avanzaban con bastante rapidez. Incluso podría afirmar que la sensación que se respiraba en aquellos días era de relativo optimismo. Sea como fuere, lo que es rotundamente falso es que el ejército aliado tuviese tiempo libre para dedicarse a actividades de ocio como frivoliza el autor del texto porque aquella fue una campaña extenuante. En mi caso concreto cumplía una misión de espionaje de alto riesgo que, de manera inexplicable y a pesar de la discreción que me proporcionaba el disfraz, se convirtió en un estrepitoso fracaso cuando me descubrieron. Aunque peor fue la vergüenza que pasé cuando al enemigo se le metió entre ceja y ceja hacer aquella fotografía que, hasta la fecha de hoy, creía perdida. Ahora no me importa que salga a la luz este asunto. Soy ya demasiado viejo, y además es difícil que alguien se moleste porque lo más seguro es que casi ninguno de los que aparecen en esa instantánea se encuentre en el mundo de los vivos. Pero comprenderá que me haya sentido molesto por la inexactitud empleada.
Atentamente.
J. W.


· Fondo musical para acompañar la lectura: Vera Lynn - We'll meet again (https://www.youtube.com/watch?v=BLPM5ydjwSchttps://www.youtube.com/watch?v=BLPM5ydjwSc)

10 de diciembre de 2013




Durante mi vida escolar no sucedió nada fuera de lo normal, salvo que un día nos invitó a su cumpleaños un niño algo tímido que sólo permaneció durante un curso con nosotros, pues después, al año siguiente, lo trasladaron a un colegio privado de mayor categoría. Recuerdo que fue un viernes por la tarde, ya casi en junio. Pero mis padres convirtieron mi ilusión por ir a esa fiesta en una verdadera pesadilla cuando se empecinaron en que debía de ir de punta en blanco, como jamás había ido, ni siquiera al oficio de los domingos. Lo peor no fue que me obligasen a asearme a fondo, sino que mi madre me vistiese a la fuerza con ese ridículo traje que, para colmo, tenía una de esas incómodas corbatas de goma que apretaban demasiado el cuello. Mientras, mi padre, que era tendero, aleccionaba el acto materno repitiéndome que había que dejar en buen lugar nuestro apellido, aunque fuésemos una familia de clase humilde. Pero a mí esas repentinas tonterías me daban igual porque yo iba a jugar, como todos mis amigos de la clase. Todavía me acuerdo como si hubiese sido ayer. Esa enorme casa blanca con un jardín inmenso donde corrimos y saltamos todo lo que quisimos, y después la merienda y la enorme piñata de la que salieron infinidad de golosinas. Luego, de regreso a casa, mis padres, tras interesarse cómo había sido todo aquello, me preguntaron, ya bastante excitados, sobre él, el padre de mi amigo, el del cumpleaños. Yo les dije lo único que vi, que él no paraba de moverse la corbata porque le debía de apretar bastante, tanto como a mí la mía.

· Fondo musical para acompañar la lectura: The Pixies Three - Birthday party (https://www.youtube.com/watch?v=4QSFFgmmiCA)

9 de diciembre de 2013




Aunque pueda parecer raro, mi familia sintió un día la necesidad de pertenecer al mundo. Algo que me resultaba extraño, porque aún era muy niño, pero que comenzó a alterar nuestra vida cotidiana hasta hacerla verdaderamente insoportable, con mi padre ensayando maneras con la chistera y el bastón y mi madre, nerviosa, probándose vestidos caros. Yo no entendía nada de aquel asunto del mundo, ya que yo, hasta donde alcanzaba mi entendimiento en aquellos años, sólo sabía que había venido en la cigüeña que me trajo de París porque ellos, mis padres, se querían mucho. Pero eso fue algo que no parecieron demostrarlo ya que estaban demasiado ocupados en hacer nuevos amigos. Todo porque un día fueron invitados por el jefe de mi padre a una fiesta donde conocieron a gente importante. Y aquello se les subió a la cabeza al ver la oportunidad de poder subir escalafones en la sociedad. Se gastaron dinero en cosas absurdas, como un marco dorado, porque a mamá se le metió en la cabeza que debían tener un retrato, como toda aquella gente, para ponerlo en el salón y así causar una mejor impresión. Gente que yo apenas vi, porque solo hubo unos pocos que pasaron por nuestra casa, por la cosa de cumplir, pero procurando no quedarse mucho tiempo. Mis padres estuvieron semanas enredando con ese marco para buscar la pose que quedase mejor para la posteridad, incluso a mis tíos les entró el gusanillo de querer tener uno. Pero creo que llegó un momento en que comprendieron que ellos jamás podrían pertenecer a ese mundo, el de los ricos. Después, vino la calma. Y todo volvió a ser como antes. Papá siguió con su pequeño puesto de contable, mamá tuvo que conformarse con sus amistades de siempre, a mi no me quedó más remedio que seguir obedeciendo y el dichoso marco, como todos los demás bártulos inútiles que adquirieron, acabaron cogiendo moho en el sótano sin que a nadie pareciese importarle demasiado.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Georges Bizet - II. Adagio, de la Sinfonía en Do mayor. Symphonie Orchestra/Alfred Scholz (https://www.youtube.com/watch?v=vSJQybaZrnA)

6 de diciembre de 2013



Según contaban, fue algo muy intenso y extremo. Confieso que todo aquello me cogió desprevenido, pues ese año era en el que había comenzado mi primer curso en la universidad. Y como cualquier primerizo estaba despistado frente a ese nuevo mundo que se abría de golpe ante mis ojos, tan rápido que apenas tuve los recursos suficientes para reaccionar a tales estímulos. Además estaba solo en un lugar donde tenía que resolver mis propios asuntos, sin padres protectores que defendiesen mis intereses por la sencilla razón de que ya era mayor. Como mis compañeros, quienes también estaban en la etapa de iniciación hacia la vida adulta. Pero aún así, aquello fue una situación límite, decían, para la que nadie estaba preparado y de la que se habló durante meses. Lo confieso, me sentía bastante confuso, incluso aturdido, porque para muchos aquel suceso había sido el acto supremo de la pasión. Esa era la teoría que defendía el catedrático de estética, quien pensaba que aquello fue su máxima expresión porque llevó a unos individuos hasta tal extremo que llegaron a pasar hambre en su denodada intención por alcanzar la verdad absoluta. Supe más tarde que hubo una explosión de vehemencia y desmesura, incluso hasta un ascetismo que llevó a alguno de los presentes a conseguir la plenitud existencial. A día de hoy todavía hay cosas que no he podido clarificar, aunque los hay que sostienen que lo último que se oyó en aquella tertulia filosófica, ya al borde de la extenuación, fue un grito que, sin apenas aliento, reivindicó a Wittgenstein diciendo eso «de lo que no se puede hablar hay que callar». 

 · Fondo musical para acompañar la lectura: Tomaso Giovanni Albinoni - Adagio para órgano, violín y cuerdas en Sol menor (I Musici) (https://www.youtube.com/watch?v=NdCTBeqML10)

4 de diciembre de 2013



Mis investigaciones para tratar de averiguar las causas que me habían llevado a un estado de ambigua levedad hicieron que descubriese un asunto espeluznante que había ocurrido mucho tiempo atrás. No sé muy bien como ni cuando, pero en un momento dado estaba rebuscando entre los legajos de la biblioteca de la universidad de Oxford donde hallé unos informes sobre un hecho insólito. Ante la imposibilidad de dominar mi curiosidad me entregué de forma obsesiva a estudiar tan enigmático suceso, ya que sus circunstancias me eran extrañamente familiares. Hasta que surgió la primera pista. Una repentina inquietud recorrió mi ser. Dudé unos instantes, pero decidí, sin más dilación, seguir su rastro, que me llevaba hasta el cementerio de Wolvercote, a donde me dirigí ya entrada la medianoche. Después de examinar con detenimiento una infinidad de tumbas, no encontré nada revelador, lo que me sumió en una profunda desesperación, con la impresión de que había llegado a un camino sin salida. Sin embargo había algo imperceptible en el ambiente que acrecentaba el misterio, que me producía la escalofriante sensación de que nadie parecía percatarse de mi presencia. No sabía lo que era. Tampoco le di importancia, y continué con mis indagaciones, sin prever que la terrorífica realidad que descubriría después me sumiría en una dramática angustia que, desde entonces, me atormenta impunemente. El aterrador hallazgo fue aquella fotografía. La imagen de una perversa novatada. La trágica constatación de que era un ente etéreo, un espíritu, porque aquel hombre decapitado era yo.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Johann Sebastian Bach - Erbarme dich, de La pasión según San Mateo (Julia Hamari, Karl Richter, Münchener Bach Orchesterm Chor & Chorbuben, 1971) (http://www.youtube.com/watch?v=aPAiH9XhTHc)

3 de diciembre de 2013



Ahora soy un hombre anciano y todavía trato de encontrar una explicación de todo aquello, aunque sigo sin sentir nada, ni siquiera tengo conciencia del horror que produje aquel día de mi cumpleaños. Un suceso que fui desentrañando, no sin dificultad, por el rechazo que generaba en algunas personas, ya que había sido un caso célebre. A través de los testimonios de quienes conocieron a mis padres, como también por medio de los informes policiales sobre lo ocurrido en aquella nefasta jornada que cambiaría mi vida para siempre, pude conocer algunos detalles. Además, según pude comprobar por mi historial médico, ese día sufrí un ataque de amnesia del que no me he recuperado a pesar de los numerosos tratamientos que he recibido. Pero supe que me llevaron a una institución de acogida y que, después, me trasladaron a un reformatorio en el que, al parecer, causé bastantes problemas. También sé que mi existencia, hasta ahora, ha transcurrido de un sanatorio a otro aunque es algo que tengo muy difuso en mi mente. Pero lo importante es que hace unos pocos días pude saber la verdad, que mis padres habían decidido organizarme una gran fiesta de cumpleaños, que mi madre decoró la casa y se puso una caperuza en la cabeza, que mis hermanos saltaban de alegría y que me regalaron un revolver a imitación del que tenía mi padre, que era policía. Pero después, al parecer, comencé a jugar desaforadamente, sin darme cuenta que había cogido erróneamente la pistola equivocada.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Philip Glass - Music box, de Candyman (http://www.youtube.com/watch?v=TEKQcaU7yqE)

2 de diciembre de 2013



En la pequeña ciudad de provincias donde pasé mi infancia nunca sucedió nada fuera de lo normal. Los días eran iguales, salvo por el clima, un nacimiento, una boda o un fallecimiento que parecían ser tan sólo los únicos acontecimientos que podían variar por unas horas la monotonía habitual. Hasta que hubo alguien que en un momento dado se percató de la desaparición del joven Sébastien Beaulieu, levantándose un enorme revuelo entre la población. Al fin y al cabo, Sébastien no sólo era un tipo apuesto, simpático, vividor y mujeriego, sino que era el hijo de un conocido aristócrata dedicado a la viticultura. El misterio acrecentó las teorías, como también generó un torrente de emociones que jamás habían vivido las gentes del lugar hasta aquellos días porque a vida diaria se transformó en una continua alteración movida por las sospechas de unos hacia otros ya que, de repente, todo el mundo tenía razones para matar al joven Sébastien. La llegada de un inspector de policía de París para hacerse cargo del asunto no hizo sino aumentar el recelo general. Bernard Lapointe, que era su nombre, resolvió el caso tras llevar a cabo una exhaustiva investigación provocando la estupefacción general cuando apuntó a la viuda Lémieux y sus cinco hijas, solteronas ellas, a quienes todo el mundo definía como “desconfiadas, taciturnas y poco sociables”. Al parecer, en una de sus correrías nocturnas, y entre vapores etílicos, Sébastien le había apostado a sus amigos que conseguiría seducir a una de las hermanas en menos que canta un gallo. Luego su rastro se perdió cuando se dirigía, tambaleándose, hacia la casa de las Lémieux, donde, semanas después, Lapointe y sus hombres lo hallaron tendido sobre una cama, desnudo y, según dicen, con síntomas de agotamiento.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Lucienne Delyle - Mon amant de Saint-Jean (https://www.youtube.com/watch?v=93_pv-XWHpQ)

29 de noviembre de 2013



Yo era la sombra, una sombra sin más. Aunque ese día se reflejó en el mar. Una huella que me delataba como un simple testigo de los acontecimientos. Ese fue siempre mi papel, ya que no me gustaba tener protagonismo, fuera en la situación que fuese. La verdad es que era muy tímido y prefería pasar desapercibido. Consideraba que no tenía mucho que aportar porque tenía unos amigos con vivencias mucho más ricas e intensas que las mías, pero sobre todo porque me gustaba observar, mirar a los demás. Quizá por ello, y sin darme cuenta, me convertí en el guardián de los secretos de todos ellos. También fueron unos tiempos muy difíciles en los que sucedían cosas que podían herir ciertas sensibilidades, aunque, aparentemente, se estuviese de vacaciones en idílicos paraísos lejanos donde todo el mundo pasaba desapercibido. Lo vi aquél día, y lo capté sin que ellos se percatasen. En un acto supremo de bondad, Vint había arrastrado a King, pese a sus reticencias, hasta la orilla del mar con la única intención de aplacar sus problemas de transpiración, algo que nos trajo de cabeza durante nuestras vacaciones en Waikiki.

· fondo musical para acompañar la lectura: Giacomo Puccini - Nessum Dorma, de Turandot (Luciano Pavarotti) (https://www.youtube.com/watch?v=pwoYRWmzYNs)

27 de noviembre de 2013



Aunque nunca fue un hombre demasiado locuaz, el abuelo fue quien, de manera inconsciente, acabó con mi inocencia en una de esas veladas familiares de la que no recuerdo quien le tiró de la lengua. Puede que exagere, pero mi vida ya no fue la misma. Era un niño muy soñador. Y cuando ese día supe la verdad, me sentí engañado, incluso traicionado, al saber que las películas habían tergiversado la realidad, esa que tratábamos de emular mis amigos y yo en nuestros juegos. Que en aquellas misiones en Birmania o en las Árdenas estuvieron ciudadanos anónimos, la mayoría llamados a filas, pero todos, recalcó mi abuelo, sin esa aura del héroe. Y que los militares de verdad eran, simplemente, gente anónima, menos los pocos que fueron conocidos, los de alto rango, quienes generalmente, y al igual que en el cine, eran tipos viejos, rollizos y malhumorados. Después, el abuelo nos contó sus vivencias bélicas, mostrándonos el único recuerdo físico que tenía, y que era una fotografía que le hicieron en el frente, junto con sus compañeros de armas. Me quedé boquiabierto cuando nos dijo que eran un comando de élite, y que como sus misiones eran secretas y de alto riesgo tenían que desarrollar constantemente nuevas técnicas de camuflaje, ya que debían de introducirse dentro de las líneas enemigas y volar objetivos estratégicos. Esa era la auténtica realidad de la guerra, nos decía, y no la que muestra las películas. Pero mi decepción fue otra, que mi abuelo y los suyos no tenían ni de lejos la fisonomía de los héroes, de mis héroes, como Audie Murphy o Errol Flynn.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Guy Lombardo and his Royal Canadians - That old feeling (https://www.youtube.com/watch?v=5mM-IK70SpY)

26 de noviembre de 2013



La innovación fue mi lema y París mi lugar. En mi cuerpo bullía una necesidad imperativa de convertirme en actor, y por eso mismo Cuenca se me hizo pequeña. Sentía que debía salir de allí, viajar a la ciudad de las luces, empaparme de su espíritu, del teatro de Ionesco, de Boris Vian y las noches de Saint-Germain-des-Prés. E hice la maleta y me marché. Pensarán que lo que viene a continuación es la historia de un chico humilde de provincias que triunfó en la Comédie–Française. O lo contrario, que fracasó en el intento y que volvió, haciéndose cargo después de la frutería de su padre. Pues no, ni lo uno ni lo otro, sino más bien una mezcla de ambas. Él éxito, que fue discreto, no fue en la Comédie–Française, sino en una sala más pequeña y menos suntuosa. Sabíamos que nuestra puesta en escena requería un mayor esfuerzo al espectador ya que era una historia compleja y de un radicalismo extremo, con una pareja que luchaba por levantarse de una silla que les impedía ponerse de pie; con un cochero sin carruaje y, por tanto, un ser sin destino; con un músico que se parecía a Stravinsky y que, pese a sus esfuerzos, era un hombre atrapado por la música atonal cada vez que tocaba el piano; y un demiurgo venido del más allá, a quien encarnaba yo, para comprender a los humanos a través de ese grupo de personajes desesperados por encontrar su lugar en un mundo en el que se sentían incomprendidos. Teatro de vanguardia en estado puro. Hasta el propio Ionesco, a quien invitamos a venir un día, abandonó la sala incomodado por la complejidad de nuestra propuesta. De ahí que, antes que ir a Cuenca, decidí quedarme en Madrid y conseguir un empleo, como barman, en Chicote, haciendo cócteles. Al menos estaba con el mundo de la farándula, el mío, y tenía público, los borrachos que me miraban mientras les preparaba la bebida.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Magali Noël & Boris Vian - Au bon vieux temps (http://www.youtube.com/watch?v=pH_66h2kjds)

25 de noviembre de 2013



Desarrollé mi talento a edad muy temprana. Era una mezcla entre mi gracejo natural y el saber estar que me inculcaron desde la infancia. Porque mi padre me repetía numerosas veces que uno debe de conocer a fondo sus virtudes y sus defectos por la sencilla razón de que los primeros compensaban a los segundos. Bobadas, pensaba, de quien me cogía de la mano y me acercaba hasta a los límites que rodeaban nuestras posesiones. «Allí, tras esos muros, está el mundo y el mundo es un lugar cruel y despiadado», me decía señalando al infinito con su dedo índice. Pero yo no le tenía miedo al mundo. Mucho peor era el colegio, pensaba, donde estaba rodeado de perdedores, gandules y adefesios. Por eso siempre estuve seguro de mi mismo, porque era diferente a todos ellos, con ese garbo que me caracterizaba al andar y que no pasaba desapercibido ante nadie. Y con estilo, porque siempre me gustó la ropa, vestir como un dandy. Y tenía percha. Y también desparpajo, atrevimiento y simpatía. Los ingredientes necesarios para hacer realidad mi vocación, ya que en mi pubertad sabía lo que quería. Sólo tenía que esperar varios años más, hasta que llegase el momento de entrar en la universidad. Allí, lejos del hogar, conseguiría la suficiente libertad para cumplir mi sueño. Y así fue como me convertí en galán.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Ambrose and his Orchestra - Isn't it romantic (https://www.youtube.com/watch?v=vVYkSUhf6mk)

22 de noviembre de 2013



Mis padres atravesaron una época muy difícil en su matrimonio. Y para mí, que era hijo único, aquello se convirtió en un verdadero drama existencial. Había cosas que por muchas vueltas que les daba me resultaban incomprensibles, como eso de que el amor, al menos tal como lo sentía yo, pudiese llegar a extinguirse de aquella manera tan absurda entre dos personas que siempre fueron dos seres inseparables. Pienso ahora que durante aquellos días convulsos veía las cosas de otra manera ya que mis hormonas estaban alteradas por el lógico hervor adolescente. Nunca supe con exactitud como y cuando comenzó su crisis matrimonial, pero tuve conciencia de ello cuando comencé a notar un cada vez más creciente nerviosismo en mi madre hasta que un día, cuando mi padre ya se había marchado a la oficina, ella rompió a llorar como una magdalena musitando entre sollozos que su marido la engañaba con una de las secretarias. Mi desconcierto fue monumental. No me podía creer que papá, que era un hombre bastante insignificante pero buena persona, traicionase a mamá de esa manera. Pero la cosa se agravó días después cuando le despidieron de su empresa, lo que acrecentó las sospechas de mi madre ocasionando un cisma familiar, con los tíos y los primos metiendo todavía más cizaña en el asunto. Y mi padre, el pobre, en todo momento cabizbajo con esa cara de cordero degollado. Semanas después supimos la verdad. Jamás le fue infiel a mi madre. Simplemente disminuyó su rendimiento laboral al tratar de evitar la tentación diaria como mejor pudo, que era bebiendo café a todas horas para no levantar la mirada.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Dinah Shore - Dream a little dream of me

21 de noviembre de 2013



Sé que fui un rara avis porque mis intenciones nada tenían que ver con las aspiraciones que podía tener una chica en aquella época. Era mujer y sabía donde me metía, en un mundo dominado por hombres. Pero no de hombres cualesquiera, porque estos, a pesar de que eran individuos que poseían una buena formación, habían convertido aquel lugar en un inexpugnable baluarte donde, como no podía ser menos, había rencillas, envidias y rivalidades. Pero no lo podía evitar, era mi vocación la que estaba en juego. Y si conseguí sortear las reticencias y el mal humor de mi padre, mucho menos me iban amedrentar esa serie de caballeros remilgados. Y lo logré. Aunque pocas semanas después, Burt, el mamarracho que por desgracia era mi novio en aquellos días, lo echó todo a perder con sus payasadas en la cena de Navidad. Fue cuando mencioné a Kierkegaard. Entonces Burt, entre risotadas, comenzó a imitar los sonidos guturales de los gangosos hasta darme con la carta del menú en la cabeza, como diciendo que qué cosas tenía, sin percatarse de que todos aquellos señores tan estirados eran los que formaban el claustro de profesores de la facultad de filosofía de Harvard.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Carroll Gibbons & His Orchestra - These foolish things (https://www.youtube.com/watch?v=LSg7MV8ZVvg)

20 de noviembre de 2013



Quizá era demasiado pequeña para darme cuenta de las cosas, pero ahí estaba, en ese mundo de ensueño que muy pocos pueden fabricarse a su medida. Una lujosa mansión con un extenso jardín poblado de árboles y recovecos en una de las zonas más distinguidas de la ciudad. Pero era muy discreta pues sabía que si lo contaba podría despertar las envidias de mis compañeros quienes, recelosos por tal asunto, podrían perjudicarme. Por eso tampoco quise dar demasiados detalles de aquel día que fue para mí uno de los más dichosos de mi vida. Confieso que hubo otros, pero como ese no hubo ninguno. Incluso no me pude creer lo que me estaba sucediendo, pero fue así, casi como si estuviese viviendo una fantasía. Y no exagero, porque la vida del circo es muy dura y sacrificada. Como tampoco me consideraba un ser bello, pero aquella niña, con esa sonrisa pizpireta le pidió a su padre que estuviese en su cumpleaños, a mí, que no me conocían y que era una simple cría de elefante.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Kid Ory and his Creole Jazz Band - Careless Love (https://www.youtube.com/watch?v=if_DPjGidRw)

19 de noviembre de 2013



No lo siento, pero debe de hacer frío en este lugar al que me han traído, a mí, que un día toqué la luna en la cúspide de mi carrera. Junto con dos hermanos irlandeses, mis socios, me convertí en uno de los hombres más importantes de la ciudad. Los billetes, las fiestas y el alcohol se sucedían un día si y otro también. A raudales. Nos codeábamos con influyentes políticos, empresarios y filántropos. Y allí estábamos nosotros, con nuestros impecables trajes, cerrando tratos, proponiendo negocios y ampliando nuestros intereses. Aunque a veces tuviéramos que hacerlo tomando ciertas precauciones porque de vez en cuando teníamos sorpresas con algún que otro pipiolo idealista recién llegado, de esos que pretendían convertir la fiscalía del distrito en un modelo de virtud y en nombre de la patria. Recuerdo que llegamos a dominar de tal modo la situación que hubo un momento en el que no había nadie que no moviese un dedo sin que nosotros lo supiésemos. Y ese fue, al mismo tiempo, nuestro error porque, confiados, seguimos dando rienda suelta a nuestras andanzas nocturnas regadas de champán y sexo. Luego aparecieron ellas. Y con ellas nos hicimos aquella fotografía, la única en la que mis socios y yo aparecimos juntos. Era la metáfora de nuestro triunfo, en lo más alto, tocando la luna. Pero duró poco. Apenas salimos del estudio fotográfico una ráfaga de disparos nos fulminó al instante. Ahora no se donde estoy, ni si hay alguien conmigo. Sólo sé que me han cubierto con una sábana blanca y hace frío.

· Fondo musical para acompañar la lectura: George Lewis - Burgundy Street Blues (https://www.youtube.com/watch?v=D2pZ-BSDbg4)

18 de noviembre de 2013



Aquel asunto siempre fue un misterio. Una situación inexplicable que, creímos, haría saltar en pedazos la armonía familiar de la que, hasta entonces, habían hecho gala nuestros padres. Como tampoco podíamos entender como habían llegado a esos extremos. Mi padre, que jamás levantaba la voz, ni siquiera en los momentos más estresantes en su trabajo en la sucursal bancaria, o mi madre, quien hablaba casi en susurros y de quién nunca salió queja alguna por su boca. Hasta para sus amigos formaban un matrimonio modélico. Todavía recuerdo la tensión que hubo, con mi hermana, que estudiaba en la universidad, sacando sus libros de psicología para tratar de hallar una solución que nos ayudase a templar los ánimos. Aunque poco podía hacer yo, porque aún estaba en el último año del instituto y no tenía la madurez suficiente para hacer entrar en razón a dos adultos enfrentados por cosas de mayores que aún no podía comprender. Y aún así, y a pesar de la tensión, lo sorprendente es que ninguno de los dos perdió los papeles ni levantó la voz, supongo que para evitar eso del que pensarán los vecinos. Tampoco hubo insultos y, ni mucho menos, palabras mal sonantes. Simplemente, mi madre dijo que se le había agotado la paciencia y que quería independizarse, comenzar una nueva vida en un lugar alejado. Vi por primera vez la impotencia, la debilidad reflejada en el rostro de mi padre. No sabía nadar. Pero después, mi madre cambió de opinión, al caer la noche, pues en Dinamarca a esas horas comienzan a bajar las temperaturas. Nunca nos contaron las razones de aquella trifulca, la única que presenciamos. Eran muy aburridos, pero sabíamos que, en el fondo, no podían estar el uno sin el otro.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Gerda & Ulrik Neumann - Tordenskjold (http://www.youtube.com/watch?v=Sex6-J_1f6w)

14 de noviembre de 2013



Nos llamaban los murciélagos. Y yo no tuve la culpa. Era cosa de la biología, aunque desde que era chico fui consciente de que mi aspecto provocaba rechazo entre mis compañeros del colegio. Mi figura algo encorvada, mis cejas pobladas y mi especial afición por ponerme abrigos largos, como los de Humphrey Bogart, hacían que todo el mundo me mirase con cierto temor. Aunque tampoco me ayudaba mucho mi hermana, que tenía fama de empollona y presumida, con sus eternas gafas y su voz aflautada. Sabía que no era un tipo atractivo, aunque en mi interior albergaba el deseo de ser cantante. Idolatraba a Billy Fury. Claro que, tampoco éramos una familia lo que se dice al uso. Como tampoco dio la casualidad de que, mi tío, que era carnicero, tuviese entre sus clientes contactos que perteneciesen al mundo de la música. Incluso, pensé, a pesar de lo llamativo que era el eterno abrigo de cuadritos de mi tía, y del que no había nadie que no detuviese su vista ante su presencia. Cosas de la ingenuidad juvenil. Todo lo contrario a mi padre, con su perenne sombrero que casi le tapaba los ojos, y mi madre, con esa sonrisa que provocaba desconfianza entre quienes se cruzaban con ella. Pero estábamos acostumbrados. Nos hacían sentir diferentes. Hasta a veces dábamos miedo. Pero en realidad éramos como cualquier familia normal, aunque con la desventaja de que el físico no nos acompañaba. Sé que eso me impidió hacerme un hueco en la música, pero lo que si conseguí fue ser un buen vendedor de seguros de vida.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Billy Fury - Wondrous Place (https://www.youtube.com/watch?v=ZAyWcKST2BE)

13 de noviembre de 2013



Nunca he entendido demasiado esa extraña atracción de mi familia por aparentar algo que en realidad no eran. Porque el tío Jérémie, aunque sintió desde muy joven la vocación religiosa convirtiéndose en pastor protestante, siempre dispensó una especial atención a los feligreses de alto nivel, quizá influido en parte por las pretensiones de la tía Adèle, su mujer, por codearse con el mundo burgués. Al igual que mi madre, quien se propuso ser como una de aquellas señoras de la nobleza que participaban en obras de beneficencia porque ello daba porte y distinción. O mi padre, que se obsesionó con el golf por la cosa de relacionarse con los capitostes y los aristócratas de la comarca, para hacer negocios y tocar el cielo, como solía decir. Incluso mis hermanas, que en la escuela se juntaban sólo con aquellas compañeras que fuesen de buena familia. Y luego estaba yo, la oveja negra, porque esas ínfulas familiares me daban igual y porque, desde niño, yo quería pertenecer a otro mundo, el del espectáculo, aunque mi escaso talento sólo me permitió ser un discreto imitador. Pero mi familia, a pesar de sus esfuerzos y sus fantasías, nunca logró formar parte de la alta sociedad de Forges-les-Eaux, la pequeña ciudad de provincias donde vivíamos. Y no porque de la noche a la mañana nos hubiésemos convertido en nuevos ricos, pues a mi padre, que era panadero, le había tocado la lotería, sino por los repetidos comentarios, sobre nuestra falta de glamour y nulo sentido del ridículo, que oíamos entre los murmullos que se generaban a nuestro paso y que los míos nunca lograron comprender.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Gus Viseur - Matelotte (https://www.youtube.com/watch?v=6DF0y5FBKvQ)

12 de noviembre de 2013



Fuimos tres hermanas que nacimos en buena cuna ya que nuestros padres eran de esos matrimonios, atractivos ambos, cuya presencia se hacía imprescindible en cualquier acto social de alto nivel. Porque papá, además de ser un hombre muy brillante, era el propietario de la fábrica de conservas que daba de comer a una buena parte de las familias de la comarca. Y mamá, además de bella, era una afamada concertista de piano que estaba de giras parte del año, con papá acompañándola cuando podía. Es por ello que nos criamos con Dollie, una chica regordeta que nos cuidó durante nuestra niñez y adolescencia. Le gustaba mucho leer, aunque cosas que no tenían que ver con las chicas de su edad, porque su predilección eran las novelas de terror, en especial las de un tal Bram Stoker. Por eso, antes de dormir, nos contaba cuentos un poco siniestros. Sin embargo, nunca pasó nada fuera de lo habitual en nuestras acomodadas vidas. Y así ha sido hasta hoy, en los momentos en que escribo estas líneas. Salvo por un pequeño detalle que le sucedió en aquellos días a Abby, mi hermana mediana, quien, quizá demasiado influida por las historias de Dollie y al ser la más introvertida de las tres, empezó a creerse que era un vampiro. Algo que se convirtió en una obsesión cuando papá nos hizo aquella fotografía. Incluso me dio un mordisco. Pero todo eso pasó hace más de cien años. Aunque lo recuerdo como si hubiese sido ayer.

· Fondo musical para acompañar la lectura: The Moontrekkers - Night of the vampire (https://www.youtube.com/watch?v=Qi9waU7LlE8)

11 de noviembre de 2013



Cuando Madame Blanchet, que ejercía como presidenta del patrimonio histórico de Louvigny, tuvo la idea de organizar una exposición sobre la historia de la villa, no pudo imaginar la extraña sorpresa que, tanto ella como sus conciudadanos, se llevarían cuando, al reunir las viejas fotografías procedentes de sus álbumes privados, percibieron en las fechadas en la década de los años veinte, la presencia de una enigmática efigie. Tal hallazgo ocasionó un gran murmullo pues, si bien, al principio, ninguno había confesado haberle dado importancia al ser imágenes de sus antepasados, ahora, al advertir tan curiosa coincidencia se había producido un enorme revuelo. Quizá, y en su subconsciente, por esa necesidad de sentir algo de emoción en un sitio tan aburrido como Louvigny, donde nunca ocurría nada, todos, enseguida, pensaron en algún episodio oscuro sin resolver que hubiese sucedido en el pasado. Y la imaginación de unos y otros comenzó a avivar el ambiente, ya que pronto surgieron las sospechas entre unos y otros al descubrirse, de repente, posibles asuntos relacionados con herencias familiares, con rencillas por la posesión de terrenos o supuestas infidelidades amorosas, aumentando, con ello, los desafíos verbales que, al poco tiempo, se transformaron en enfrentamientos físicos. Mientras tanto, el anciano Onésime Desmoulins contemplaba, impotente, la decadencia del que durante siglos había sido un remanso de paz. Nadie quiso reparar en él, que en realidad era él único que conocía la verdad. Que aquel rostro era el de Isidore Beaumont, el hijo discapacitado del molinero quien, un día, quedó boquiabierto al ver su rostro en una imagen puesta en el escaparate de Bertrand Lapointe, el fotógrafo, y que, por arte de magia, dicha fotografía salía de una extraña caja de madera que aquel manipulaba de forma rara. El asombro y la curiosidad de Isidore hicieron el resto, que siguiese a Bertrand a todas partes, para estar presente en cada instantánea que éste hiciese. Desmoulins falleció sumido en una profunda tristeza, dejando constancia de los hechos en un pequeño manuscrito, hallado varias décadas más tarde, y en el que narra, con rabia, sus denodados esfuerzos, ya que era sordomudo de nacimiento, para hacerse entender y restaurar la paz.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Django Reinhardt & Josette Dayde - Coucou (https://www.youtube.com/watch?v=0WqmkSMpqvg)

8 de noviembre de 2013



Tenía seis años cuando falleció mi abuela. Era aún demasiado niño para ser consciente de las cosas, y menos aún con alguien a quien apenas había conocido, aunque fuese mi abuela, y de la que ni siquiera tenía una leve imagen en mi memoria. Era casi un adolescente cuando mi curiosidad hacia ella creció a raíz de una velada en la que mi padre se había excedido más de la cuenta con el coñac. Él, que normalmente era un hombre parco en palabras, comenzó a contar una retahíla de anécdotas sobre ella. Su madre. Mi abuela. Nos contó que era una niña poco común quien muy pronto mostró otros intereses que nada tenían que ver con las tareas domésticas a las que estaban predestinadas las mujeres de aquella época. Que su actitud generaba continuos conflictos familiares, con el bisabuelo dando puñetazos en la mesa y la bisabuela yéndose a llorar a un apartado rincón del salón. Después, de forma deshilvanada, sacó a la luz algunas anécdotas sobre ella, pero no muchas, ya que sabía poco sobre su vida, porque su padre, mi abuelo desconocido, les abandonó muy pronto al no poder dominar, y mucho menos soportar, el ritmo de la abuela y que, a causa de ello, mi padre pasó su niñez y su adolescencia en un internado. Pero también, entre trago y trago, nos confesó la profunda admiración que siempre sintió por la abuela. No había heredado su talento, nos dijo, como tampoco se arrepentía de lo que él había hecho en su vida. Tan sólo, lamentaba, que nunca había sentido la fuerza y la pasión que irradiaba la abuela. Y fue en ese momento cuando nos enseñó el único retrato que existía de la infancia de ella. Era la imagen de un acto de insubordinación, la del día en que reivindicó ante sus padres que ella quería dedicar su vida a bailar.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Joe Loss and his Orchestra - Amapola (https://www.youtube.com/watch?v=Ai_D6qvMMOU)

7 de noviembre de 2013



Nunca creí en esas cursilerías que leía mi hermana pequeña sobre hadas e insectos con varitas mágicas que dejaban una estela de lucecitas cuando orbitaban alrededor de una princesa quien, por norma, era el personaje más ñoño de la historia. Tampoco me avergüenza decir en público que todo esto lo sé porque un día la curiosidad me llevó a leer uno de sus libros que, además, estaba ilustrado con fotografías fantasmagóricas. Lo hice a escondidas. Reconozco que me dejó perplejo la historia. Dos huérfanas desdichadas que de día viven aisladas y encerradas bajo la tutela de su tíos, un prestamista sin escrúpulos y una tiránica ama de llaves, quienes, en su intención de quedarse con su herencia, tratan de inhabilitarlas recurriendo a todo tipo de estratagemas para hacerlas perder la razón. Pero que, sin embargo, su vida cambia por las noches al ser sonámbulas las dos. En ese estado, salen por una ventana y se internan en el frondoso bosque que rodea la mansión para encontrarse con sus verdaderos amigos, una galería de seres absurdos, grotescos y empalagosos quienes, con una imperecedera alegría, cantan al amor y a la amistad. Pero mi hermana me preocupaba, a pesar de nuestra conflictiva relación, porque era un alma cándida, ausente, distraída, siempre ensimismada en su mundo de fantasía. Por ello, cuando terminé de leer aquel cuento, me decidí, a mis doce años, actuar como un adulto y ayudarla. Y la mejor manera de acabar de golpe con este asunto era contarle la verdad, que en realidad eran dos hermanas que habían sido abducidas por los extraterrestres.

(foto: cortesía de Marisa Ares)

· Fondo musical para acompañar la lectura: Ella Fitzgerald - Two little men in a flying saucer (http://www.youtube.com/watch?v=2Ua4t-xPLVA)

6 de noviembre de 2013



MI DOBLE VIDA AL DESNUDO – Cara A

A mí avanzada edad poco me importa lo que puedan pensar de mí. Al fin y al cabo, como todo ser humano, nunca fui perfecto. Dicen que fui un niño guapo, pero la foto más antigua que conservo de mi infancia es la del día de mi comunión, vestido de marinerito. Un día intenso, con los abuelos y los tíos a mi alrededor, emocionados, porque el benjamín de la familia empezaba a hacerse mayor. Yo me limitaba a sonreír, con disimulo, porque no soportaba toda esa retahíla de cursilerías, aunque eso no fue lo más desagradable de aquel día. Lo peor tuvo lugar durante la ceremonia, cuando tuve que tener una vela encendida en mi mano. No sé como hice pero la cera se escurría por el tronco del cirio y, ardiendo, llegaba a mi mano. Me quemaba. Y cambiaba la vela de una mano a otra, cada dos por tres. Pero eso fue lo de menos. Tan solo un pequeño accidente en la vida modélica de un niño que era el orgullo de sus padres, el intachable hijo del notario, el estudiante ejemplar que obtenía matrículas de honor, el preadolescente al que le brillaba la mirada cada vez que soñaba despierto con convertirse, en el futuro, en un gran hombre de estado. Y así me mantuve, firme en mis convicciones, durante mi etapa universitaria, hasta que conocí al que se convertiría en mi mejor amigo y compañero de aventuras, penas y alegrías. Y aún así, no sé por qué extraña decisión decidí mantener las apariencias ante los míos. Aún recuerdo el recibimiento que me dispensó la familia, conmovida por mis avances, cuando, aquellas Navidades, les visité. Y allí fue cuando me sorprendí, todavía más, conmigo mismo, por la inusitada imaginación que derroché y la capacidad de convicción, digna del mejor actor, que empleé al contarles mis progresos y mis planes de futuro. Su felicidad era tan grande con mi maravillosa vida que no pude hacer más que alimentarla. Al fin y al cabo fue ésta la imagen que de mí se llevaron a la tumba.


· Fondo musical para acompañar la lectura: Engelbert Humperdinkc - What a wonderful world (https://www.youtube.com/watch?v=4gDduiknomA)

5 de noviembre de 2013



MI DOBLE VIDA AL DESNUDO– Cara B

Mientras los míos, en la distancia, me imaginaban, emocionados, inmerso en los libros, yo, la verdad, comenzaba a descubrir que había vida más allá de la Universidad de New York y de la pacata sociedad en la que me habían criado. Con mi amigo, un chico algo desgarbado y melenudo, fui conociendo el ambiente nocturno y los locales de ensayo del Soho. El tocaba la guitarra en un grupo. Me dijo que necesitaban un cantante y me invitó a hacer una prueba. Ahí fue cuando, sin pretenderlo, el rock entró en mis venas y yo empecé a inventar mi vida ante los míos, como también a comprar mis primeras camisetas a rayas, mis primeros pantalones pitillo, mis primeros botines Chelsea que, cuando iba a visitar a los míos por vacaciones, sustituía por camisas blancas y americanas. Luego vino la vida bohemia, la psicodelia, las fiestas en el estudio de Andy Warhol, los coqueteos con la droga y el alcohol, el sexo, las primeras maquetas de nuestras canciones y unos años viviendo al límite. Tenía la sensación que me bebía la vida a borbotones y no precisamente en un gabinete de abogados como hice creer a mi familia. Hasta que nos dimos de bruces con la realidad. Nuestro grupo jamás salió del anonimato, a pesar de que un día nos escucharon Lou Reed y Joey Ramone en el CBGB. Nos quedamos en el camino, supongo que como tantos otros. Y tuve que reinventarne. Mis siguientes treinta años de vida no han tenido demasiada importancia, salvo por este casual descubrimiento, cuando hace unos días, al hurgar entre mis recuerdos, cosas de viejos nostálgicos, hallé esa otra imagen del día de mi primera comunión, como si ese día y con ese acto me hubiese rebelado, decidiendo de manera inconsciente que mi futuro sería caminar por el lado salvaje de la vida, aunque ahora mi existencia, por las cosas de la edad, no trascienda más allá de la vista que me ofrece la ventana de mi apartamento.


· Fondo musical para acompañar la lectura: Joey Ramone - What a wonderful world (http://www.youtube.com/watch?v=kCC5sTdef5U)

4 de noviembre de 2013



Los mejores momentos de nuestras vidas fueron aquellos sábados en los que nos escapábamos a la playa, a cualquiera, tras una semana de trabajo agotador. Además, al ser de los pocos lugares en los que nos sentíamos desapercibidos, sin que nadie nos conociese, nos otorgaba un aliciente si cabe aún más especial, pues podíamos explayarnos con tranquilidad, sin temor a que alguien nos importunase. Nos sentíamos libres. Mi hermano, con su eterna gorra sobre su cabeza, su mujer y el hijo de ambos, siempre con el ceño fruncido. Y la discreta hermana de aquella. Y mi chica, quien tenía debilidad por los trajes de flores. Adoraba tumbarme sobre su regazo, dejarme llevar por ese duermevela que me invadía, después de almorzar en la arena, haciéndome olvidar, por un momento, las dificultades y los nervios acumulados durante la semana. Sí, éramos una familia muy unida. Tan unida que nos compenetrábamos a la perfección ya que también trabajábamos juntos en el mismo negocio. Un negocio de esos que se dice familiar. Y viajábamos. Mucho. Así fue nuestra azarosa vida durante algo más de veinte años, como nómadas, pero con nuestros imprescindibles descansos en la playa. Hasta que en aquel aciago día se nos vino el cielo encima. Fueron tantos los lugares que visitamos, como demasiados los rostros que conocimos, que llegó un momento en que perdimos el control o, simplemente, que nos falló la memoria. Porque ese día no caímos en la cuenta de que aquel granjero de Kentucky, quien acudió a ayudarnos cuando se nos averió el automóvil, había sido, tiempo atrás, cliente nuestro. Han pasado algo más de treinta años desde que nos reinsertamos y aún sigo rememorando nuestro pasado. Un pasado de esplendor, porque nos convertimos en los mejores timadores del país, aunque en una época equivocada, ya que, cosas del azar, nos eclipsó la fama de Bonnie y Clyde.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Bill Monroe - Blue moon of Kentucky (https://www.youtube.com/watch?v=q3cglZ55Gck)

30 de octubre de 2013



Supongo que no viene a cuenta que les explique aquí que hacía yo asistiendo a las reuniones semanales de alcohólicos anónimos, por la sencilla razón de que tampoco creo que mi anodina vida les despierte demasiado interés, salvo que no sean uno de esos tipos raros que vienen de la universidad a investigar cosas tan aburridas como los efectos e incidencias del automatismo prolongado en el subconsciente humano. Lo recuerdo muy bien, porque conocí a uno de esos que vino a la fábrica y que, en mí caso, me dio el primer momento de alegría que varió mi rutina diaria por unos instantes en mis cuarenta años apretando motores en carrocerías de automóviles. Incluso me hizo hasta sentirme bien cuando me preguntó una serie de cosas, sólo tipo test me dijo, que luego servirían para no sé que libro que jamás vi. Pero ésta es otra historia. La de ahora es que un hombre como yo, tan poco sociable, sin ambición alguna y cuyo único interés eran los Detroit Tigers, tuvo una revelación en una de aquellas reuniones de alcohólicos anónimos, cuando se nos dijo que hiciésemos “un minucioso inventario moral de nosotros mismos”. Descubrí entonces que era una persona muy insegura y que el origen de ello, me dijeron, se debía, lo más probable, a un trauma infantil oculto en mi subconsciente. Proseguí mi tarea exploratoria, revisando mis recuerdos familiares y recabando datos durante las visitas a mis pocos parientes que quedaban vivos. Me sentí como un detective, sensación que me causó el segundo momento de alegría de mi vida, aunque, ésta vez, como jubilado. Fue la anciana tía Beth quien me dio una primera clave, la de aquel día en que me regalaron mi tan ansiado disfraz de mono, me dijo, con el consiguiente paseo por el parque y las caras de espanto que provoqué en todos los niños que fui abrazando a mi paso. Hasta aquí he llegado. De momento. Porque aún sigo inmerso en el minucioso inventario.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Philip Glass - Mad rush (https://www.youtube.com/watch?v=UtQpSGyPCBE)

29 de octubre de 2013



Desde niño, el tío Virgil siempre me resultó un personaje curioso, aunque cuando empecé a conocerle bien yo era ya un adolescente al que le empezaba a salir pelusa en el labio superior y él un hombre de cincuenta y tantos años al que su espíritu juvenil parecía no haberle abandonado. Fue, pese a sus extravagancias, el único hombre que conocí que se mantuvo fiel a sus ideales de juventud. Confieso que me quedaba boquiabierto cada vez que me hablaba sobre la angustia vital del hombre moderno porque el tío Virgil, en realidad, había iniciado la carrera de filosofía con el consiguiente disgusto del abuelo quien, según supe, quería ver a sus hijos convertidos en hombres hechos y derechos. Mi padre fue el que se llevó la mejor parte, pues era el hijo aplicado, el hermano serio y responsable quien, tras acabar sus estudios, consiguió un buen puesto en el departamento de contabilidad de una importante cadena de supermercados, mientras que el tío, muy pronto se había introducido en los movimientos revolucionarios estudiantiles para después entregarse de lleno al activismo. A quejarse, como decía el abuelo, malhumorado, en vez de buscar un trabajo como hace todo el mundo. Sin embargo, mi padre apreciaba a su hermano, e incluso estaba de acuerdo con algunas de sus ideas, pero una cosa era protestar, decía, y otra muy diferente pasearse todos los días por el centro de Londres montado en bicicleta con una máscara de gas y gritando por un altavoz que la sociedad apesta.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Bourvil - A bicyclette (https://www.youtube.com/watch?v=VDt1poFpWmM)