4 de febrero de 2013



Henry fue uno de mis mejores amigos de la infancia. Después, en la adolescencia, fuimos juntos al instituto, donde su padre era profesor de filosofía. Henry fue un estudiante brillante. Sin embargo, ese no era mi caso y por eso acabé ayudando al mío en la ferretería. Pero lo cierto es que siempre le admiré y le envidié a partes iguales, porque Henry era una persona inteligente, abierta, demasiado perfecta, siempre sonriendo. A veces me preguntaba si tenía algún defecto o un lado oscuro. Tenía que tener algún punto débil, pensaba en numerosas ocasiones. Pero lo cierto es que nunca le vi llorar, ni enfadarse, ni siquiera quejarse. Luego, cuando comenzó sus estudios superiores en una universidad de prestigio, muy lejos de la pequeña ciudad que nos había visto crecer, empecé a verle cada vez menos. Sin embargo, las pocas noticias que me llegaban de él eran sobre sus éxitos profesionales. Su carrera había ido tan lejos que incluso su efigie fue portada del Time. Y, a pesar de todo esto, el enigma sobre el insólito aplomo de Henry siguió planeado en mi cabeza durante décadas. Hasta que, por cosas del destino, lo supe por él mismo cuando, ya anciano, regresó a la vieja casa familiar para arreglar su testamento. Me confesó que no podía acordarse del rostro de su padre por culpa de una travesura que hizo a los cinco años de edad. Los recuerdos se vuelven borrosos, me decía, y suplimos ese olvido con idealizaciones de los mismos al tratar de recomponerlos. Y el padre de Henry, para colmo, detestaba que le fotografiasen, y aquel día, al parecer, la madre de Henry, por medio de triquiñuelas, había conseguido ponerlo ante una cámara. Momento en el que Henry se dio la media vuelta para orinar. Ante tal situación, su padre reaccionó llevándose la mano a la cara. Henry me decía, entre carraspeos, que era la única imagen que conservaba de su padre.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Horace Silver - Song for my father (https://www.youtube.com/watch?v=CWeXOm49kE0)