11 de febrero de 2013



Nunca podré olvidar a Molly Johnson. Siempre había sido una chica decidida, extravertida y sofisticada con una insólita capacidad para adaptarse a las situaciones más difíciles. Recuerdo que era capaz de hacer cualquier cosa con tal de conseguir sus propósitos. Y los lograba siempre. De ahí que se ganase la fama de libertina, porque Dixmont era en realidad una localidad de mentecatos retrógrados en la que las madres hacían lo posible para que sus hijos no se acercasen a Molly, como los padres trataban de impedir que sus hijas se hiciesen amigas de ella, todo porque temían que ejerciese malas influencias en ellos. No era mi caso, porque yo entendía a Molly, aunque fuese invisible para ella. Hasta que vino Peter, un mamarracho de buena familia que se las daba de seductor, por quien Molly tomaría la afortunada decisión de hacer las maletas y abandonar Dixmont. Ella se había enamorado de él, pero su relación, si es que se le puede llamar así, duró apenas unas pocas horas, cuando el descerebrado de Peter la invitó de picnic en su flamante automóvil. Como hacía un día nublado, al muy idiota no se le ocurre otra cosa que meter la comida dentro del vehículo, que además era biplaza. Y Molly, por la cosa del amor, aceptó ir detrás. Nunca supimos que sucedió, tan sólo que Molly regresó andando y completamente mojada.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Guy Lombardo - September in the rain (https://www.youtube.com/watch?v=PLqODPIkWo4)