19 de marzo de 2013



Ivan Petrovich Mikhailov, el que fuera mi maestro en la escuela de primaria, le llamaba el David Crockett de Siberia. Y en cierta manera era así, pues conocía como la palma de su mano todos los bosques y los rincones que rodeaban la pequeña localidad donde vivíamos, a faldas de los Urales. No era un hombre culto sino más bien casi un analfabeto, aunque sabía leer cualquier indicio, señal, rastro, huella o lo que fuese que le mostrase la naturaleza salvaje, porque su oficio era trampero, como lo fue su padre y lo fue su abuelo. Todos los días se levantaba antes de que saliese el sol y regresaba al caer la noche, casi siempre con alguna pieza capturada. Después, tras la cena, se sentaba a fumar su pipa y a beber su trago de vodka, en silencio, ante la chimenea. Un ritual que mantuvo religiosamente hasta el final de sus días. Era un hombre menudo, serio, con escaso sentido del humor, sin apenas vida social, casi un ermitaño, y nada dado a mostrar sus sentimientos hacia los suyos, a pesar de que siempre nos quiso, aunque lo demostrase a su manera. Y nosotros, su familia, acabamos acostumbrándonos. Él era así, pero sobre todo era mi padre. 

(19 marzo 2013, día del padre)

· Fondo musical para acompañar la lectura: Olga Kamienska - Ugolok (https://www.youtube.com/watch?v=T6g-QcRO-c4)