28 de mayo de 2013



Al parecer, mi abuelo, que tublesenía la extraña costumbre de darle un tono de sentencia a cada frase que pronunciaba, decía que, desde que nací, siempre había notado algo raro en mí. El fue tornero en una fábrica, como lo era también mi padre. Varones robustos, rudos e ignorantes que nunca mostraron la más mínima sensibilidad por nada y, ni mucho menos, se andaban con naderías de ningún tipo. Es por eso que, cuando advirtieron que era especialmente emotivo con ciertas cosas, como mi inclinación a hacer construcciones con objetos que encontraba en la calle, comenzaron a alarmarse. No se muy bien por qué, pero hubo un momento que empecé a intuir que yo estaba predestinado a seguir sus pasos. Algo que me aterrorizaba, porque ya tenía muy claro el camino que quería seguir, aunque dada la rústica atmósfera que se respiraba en casa, y ahora lo puedo decir así, opté por el disimulo y el silencio. Pero las que creía que eran mis mejores armas, se acabaron volviéndose en mi contra, porque a mi padre le hizo pensar que tenía una anomalía seria, y fue ahí cuando oí por primera vez decir a mi abuelo que yo era un tarado. Pergeñaron de todo para convertirme en un hombre de verdad, como llevarme durante semanas a tabernas, incluso a casas de citas. Hasta que comprendí que debía confesar la verdad, porque sabía que su enfado iba a ser de tal magnitud que me echarían de casa directamente a patadas. Y así lo hice. Ya han pasado casi treinta años de aquel día, cuando hice mi sueño realidad al pronunciar esas palabras, para mí mágicas, de que de mayor quería ser ermitaño.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Barney Bigard - Wrap your troubles in dreams (http://www.youtube.com/watch?v=K-CMLJZwuLw)