29 de mayo de 2013



Siempre me ha resultado muy difícil contar una historia. Vamos, mi historia. Pero una amiga mía me decía que todo era cuestión de quitarse los miedos. Y que después, la clave estaba en el comienzo, porque se tiene que lograr atrapar la atención de quien te escucha al instante. Y una vez logrado ese paso, lo que tenía que hacer era, simplemente, dejarme llevar. Pero a mí aún me sigue pareciendo algo muy difícil, sobre todo cuando se ha tenido una vida insulsa en la que apenas ha sucedido nada. La mía, por ejemplo, que transcurrió dentro de la normalidad. Mi madre siempre llevó las tareas del hogar con precisión, al igual que mi padre cumplió rigurosamente con sus obligaciones como pastor protestante en la pequeña comunidad costera donde vivíamos. Y mi hermana y yo tampoco hicimos grandes cosas, crecimos en un ambiente rígido pero tranquilo, sin sobresaltos y sin que nos faltase de nada. Íbamos a un buen colegio, obteníamos excelentes resultados y pasábamos buenos ratos con nuestros amigos. Yo no veía ninguna historia en todo aquello, le decía a mi amiga, tan sólo algo que podría resultar aburrido a los demás. Pero ella, insistía, en que todos, al menos, tenemos un secreto inconfesable, y que seguro que yo tenía el mío. Luego caí en que tenía uno, y que si se hubiese enterado nuestro padre se hubiera llevado un monumental disgusto. Cuando mi hermana y yo nos escapábamos a escondidas a la playa, y allí, en bikini, dábamos rienda suelta a nuestras locuras. Pero yo no sé si eso es suficiente para que todo esto sea una buena historia.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Bill Evans - Waltz for Debby (http://www.youtube.com/watch?v=7iW91sNXeHQ)