13 de junio de 2013



Aunque nunca fui un nombre destacado en la profesión que amé desde que tuve uso de razón, llegué a construir bastantes edificios, la mayoría bloques residenciales, aunque proyecté un centro cultural y una fundación. Sé que mi obra se caracteriza por no ser fotografiada, ni tampoco por aparecer en las revistas especializadas de arquitectura. No me siento mal por ello, al fin y al cabo hice lo que pude. Sin embargo, hubo algo en lo que fui un privilegiado, y ello fue ser amigo de un genio de la arquitectura. Yo no tenía mucho talento, pero al menos, el estar cerca de él me permitiría saber, e incluso sentir, aunque fuese desde fuera, que era poseer una naturaleza de esa categoría. Probablemente si les doy su nombre no les diga nada, por la sencilla razón de que su figura quedó sepultada por la incomprensión general, en especial la que provenía de nuestros colegas de profesión. Aún sigo pensando que fue un hombre avanzado a su tiempo, un visionario al que se le impidió materializar sus revolucionarias ideas desde aquel día en el que la tragedia hundió definitivamente su carrera, cuando estaba a punto de colocar su vivienda minimalista en uno de los puntos más altos de las Montañas Rocosas. La que él consideraba su obra maestra era una ingeniosa estructura circular diseñada para soportar fuertes corrientes de aire que, a su paso, creaban una insólita sonoridad al dejar abiertas sus dos caras opuestas, lo que a su vez le daba una mayor luminosidad al interior y, al mismo tiempo, ofrecía una imponente perspectiva del paisaje. Yo estuve ahí, al lado de mi amigo, pero ambos padecíamos de vértigo, lo que nos impidió entrar en ella.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Pietro Mascagni - Intermezzo sinfonico de Cavalleria Rusticana (Herbert von Karajan) (http://www.youtube.com/watch?v=SchbQBPXrqs)