5 de junio de 2013



Por su continuo trato con personas de alto nivel, mi padre adquirió, casi sin quererlo, esa manía de inflar el pecho y hacerse el interesante ante ellos. Era lo que tenía el trabajar en una gran multinacional, que implicaba codearse con directivos de buena posición. Mi madre apoyaba la barbilla sobre su mano, inclinaba la cabeza y miraba al techo cada vez que, durante la cena, mi padre le contaba las conversaciones que ese día había tenido con aquellos. Ella le decía que su actitud era absurda, que le podría causar problemas, y él respondía que tan sólo trataba de ponerse a su nivel. Y si ellos hacían algún comentario sobre un familiar o un conocido importante, él les hablaba de su tío abuelo que fue doctor en psiquiatría. Pero mi madre le replicaba que esas cosas les daban igual, porque a esa gente sólo le interesan los negocios. Y además, quién se iba a creer que un humilde chófer de empresa como mi padre hubiese tenido un pariente científico del que nadie se acordaba. Pero él, con su acostumbrada ingenuidad, le contestaba a mi madre que sólo les decía que tuvo un tío abuelo que descubrió el método para medir el pensamiento pero que, en su condición de heredero, no podía contarlo por la cosa de la patente.

· Fondo musical para acompañar la lectura: George Gerhswin at piano - Funny Face / 'S Wonderful, Columbia 5109 (http://www.youtube.com/watch?v=ikuB8WFI1U0)