29 de octubre de 2013



Desde niño, el tío Virgil siempre me resultó un personaje curioso, aunque cuando empecé a conocerle bien yo era ya un adolescente al que le empezaba a salir pelusa en el labio superior y él un hombre de cincuenta y tantos años al que su espíritu juvenil parecía no haberle abandonado. Fue, pese a sus extravagancias, el único hombre que conocí que se mantuvo fiel a sus ideales de juventud. Confieso que me quedaba boquiabierto cada vez que me hablaba sobre la angustia vital del hombre moderno porque el tío Virgil, en realidad, había iniciado la carrera de filosofía con el consiguiente disgusto del abuelo quien, según supe, quería ver a sus hijos convertidos en hombres hechos y derechos. Mi padre fue el que se llevó la mejor parte, pues era el hijo aplicado, el hermano serio y responsable quien, tras acabar sus estudios, consiguió un buen puesto en el departamento de contabilidad de una importante cadena de supermercados, mientras que el tío, muy pronto se había introducido en los movimientos revolucionarios estudiantiles para después entregarse de lleno al activismo. A quejarse, como decía el abuelo, malhumorado, en vez de buscar un trabajo como hace todo el mundo. Sin embargo, mi padre apreciaba a su hermano, e incluso estaba de acuerdo con algunas de sus ideas, pero una cosa era protestar, decía, y otra muy diferente pasearse todos los días por el centro de Londres montado en bicicleta con una máscara de gas y gritando por un altavoz que la sociedad apesta.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Bourvil - A bicyclette (https://www.youtube.com/watch?v=VDt1poFpWmM)