9 de octubre de 2013



Mi padre no era como los padres de mis amigos del colegio. Era un ser inquietante, turbador, un tipo huidizo, callado y taciturno que un día, mucho antes de que yo viniese al mundo, abandonó su carrera para recluirse el resto de sus días en la pequeña habitación donde guardaba todos sus cachivaches, pasándose horas y horas sin hablar con nadie. Así fue como siempre lo vi. Mi madre, que lo sobrellevó con mucha paciencia, me decía que no le molestase, que en su silencio, rodeado de sus utensilios, trataba de rememorar su pasado para no olvidar sus recuerdos, ya que era lo único que le quedaba. Ni siquiera yo, cuando nací y que fui, al parecer, la última esperanza para que las cosas cambiasen, o al menos eso creía mi madre, influí en su carácter, ya que, según me contaron, no mostró demasiada efusión cuando me llevaron por primera vez ante su presencia, al hospital, donde estaba internado por un ataque de ansiedad. Dicen que estuve todo el tiempo durmiendo como un lirón en brazos de mi tía, y que mi madre hizo esfuerzos por no perder la sonrisa y que, aún así, él permaneció quieto, imperturbable sobre la cama. Mi padre, que había sido un mago de renombre, decían, y a quien yo jamás vi actuar, era ahora un ser inerte e inexpresivo. Todo porque aquel día, de súbito, perdió la inspiración cuando representaba el truco de la máscara, ese que le había hecho tan popular entre el público.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Perry Como - Magic moments (https://www.youtube.com/watch?v=p6byr0PBF8k)