27 de noviembre de 2013



Aunque nunca fue un hombre demasiado locuaz, el abuelo fue quien, de manera inconsciente, acabó con mi inocencia en una de esas veladas familiares de la que no recuerdo quien le tiró de la lengua. Puede que exagere, pero mi vida ya no fue la misma. Era un niño muy soñador. Y cuando ese día supe la verdad, me sentí engañado, incluso traicionado, al saber que las películas habían tergiversado la realidad, esa que tratábamos de emular mis amigos y yo en nuestros juegos. Que en aquellas misiones en Birmania o en las Árdenas estuvieron ciudadanos anónimos, la mayoría llamados a filas, pero todos, recalcó mi abuelo, sin esa aura del héroe. Y que los militares de verdad eran, simplemente, gente anónima, menos los pocos que fueron conocidos, los de alto rango, quienes generalmente, y al igual que en el cine, eran tipos viejos, rollizos y malhumorados. Después, el abuelo nos contó sus vivencias bélicas, mostrándonos el único recuerdo físico que tenía, y que era una fotografía que le hicieron en el frente, junto con sus compañeros de armas. Me quedé boquiabierto cuando nos dijo que eran un comando de élite, y que como sus misiones eran secretas y de alto riesgo tenían que desarrollar constantemente nuevas técnicas de camuflaje, ya que debían de introducirse dentro de las líneas enemigas y volar objetivos estratégicos. Esa era la auténtica realidad de la guerra, nos decía, y no la que muestra las películas. Pero mi decepción fue otra, que mi abuelo y los suyos no tenían ni de lejos la fisonomía de los héroes, de mis héroes, como Audie Murphy o Errol Flynn.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Guy Lombardo and his Royal Canadians - That old feeling (https://www.youtube.com/watch?v=5mM-IK70SpY)