26 de noviembre de 2013



La innovación fue mi lema y París mi lugar. En mi cuerpo bullía una necesidad imperativa de convertirme en actor, y por eso mismo Cuenca se me hizo pequeña. Sentía que debía salir de allí, viajar a la ciudad de las luces, empaparme de su espíritu, del teatro de Ionesco, de Boris Vian y las noches de Saint-Germain-des-Prés. E hice la maleta y me marché. Pensarán que lo que viene a continuación es la historia de un chico humilde de provincias que triunfó en la Comédie–Française. O lo contrario, que fracasó en el intento y que volvió, haciéndose cargo después de la frutería de su padre. Pues no, ni lo uno ni lo otro, sino más bien una mezcla de ambas. Él éxito, que fue discreto, no fue en la Comédie–Française, sino en una sala más pequeña y menos suntuosa. Sabíamos que nuestra puesta en escena requería un mayor esfuerzo al espectador ya que era una historia compleja y de un radicalismo extremo, con una pareja que luchaba por levantarse de una silla que les impedía ponerse de pie; con un cochero sin carruaje y, por tanto, un ser sin destino; con un músico que se parecía a Stravinsky y que, pese a sus esfuerzos, era un hombre atrapado por la música atonal cada vez que tocaba el piano; y un demiurgo venido del más allá, a quien encarnaba yo, para comprender a los humanos a través de ese grupo de personajes desesperados por encontrar su lugar en un mundo en el que se sentían incomprendidos. Teatro de vanguardia en estado puro. Hasta el propio Ionesco, a quien invitamos a venir un día, abandonó la sala incomodado por la complejidad de nuestra propuesta. De ahí que, antes que ir a Cuenca, decidí quedarme en Madrid y conseguir un empleo, como barman, en Chicote, haciendo cócteles. Al menos estaba con el mundo de la farándula, el mío, y tenía público, los borrachos que me miraban mientras les preparaba la bebida.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Magali Noël & Boris Vian - Au bon vieux temps (http://www.youtube.com/watch?v=pH_66h2kjds)