21 de noviembre de 2013



Sé que fui un rara avis porque mis intenciones nada tenían que ver con las aspiraciones que podía tener una chica en aquella época. Era mujer y sabía donde me metía, en un mundo dominado por hombres. Pero no de hombres cualesquiera, porque estos, a pesar de que eran individuos que poseían una buena formación, habían convertido aquel lugar en un inexpugnable baluarte donde, como no podía ser menos, había rencillas, envidias y rivalidades. Pero no lo podía evitar, era mi vocación la que estaba en juego. Y si conseguí sortear las reticencias y el mal humor de mi padre, mucho menos me iban amedrentar esa serie de caballeros remilgados. Y lo logré. Aunque pocas semanas después, Burt, el mamarracho que por desgracia era mi novio en aquellos días, lo echó todo a perder con sus payasadas en la cena de Navidad. Fue cuando mencioné a Kierkegaard. Entonces Burt, entre risotadas, comenzó a imitar los sonidos guturales de los gangosos hasta darme con la carta del menú en la cabeza, como diciendo que qué cosas tenía, sin percatarse de que todos aquellos señores tan estirados eran los que formaban el claustro de profesores de la facultad de filosofía de Harvard.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Carroll Gibbons & His Orchestra - These foolish things (https://www.youtube.com/watch?v=LSg7MV8ZVvg)