8 de noviembre de 2013



Tenía seis años cuando falleció mi abuela. Era aún demasiado niño para ser consciente de las cosas, y menos aún con alguien a quien apenas había conocido, aunque fuese mi abuela, y de la que ni siquiera tenía una leve imagen en mi memoria. Era casi un adolescente cuando mi curiosidad hacia ella creció a raíz de una velada en la que mi padre se había excedido más de la cuenta con el coñac. Él, que normalmente era un hombre parco en palabras, comenzó a contar una retahíla de anécdotas sobre ella. Su madre. Mi abuela. Nos contó que era una niña poco común quien muy pronto mostró otros intereses que nada tenían que ver con las tareas domésticas a las que estaban predestinadas las mujeres de aquella época. Que su actitud generaba continuos conflictos familiares, con el bisabuelo dando puñetazos en la mesa y la bisabuela yéndose a llorar a un apartado rincón del salón. Después, de forma deshilvanada, sacó a la luz algunas anécdotas sobre ella, pero no muchas, ya que sabía poco sobre su vida, porque su padre, mi abuelo desconocido, les abandonó muy pronto al no poder dominar, y mucho menos soportar, el ritmo de la abuela y que, a causa de ello, mi padre pasó su niñez y su adolescencia en un internado. Pero también, entre trago y trago, nos confesó la profunda admiración que siempre sintió por la abuela. No había heredado su talento, nos dijo, como tampoco se arrepentía de lo que él había hecho en su vida. Tan sólo, lamentaba, que nunca había sentido la fuerza y la pasión que irradiaba la abuela. Y fue en ese momento cuando nos enseñó el único retrato que existía de la infancia de ella. Era la imagen de un acto de insubordinación, la del día en que reivindicó ante sus padres que ella quería dedicar su vida a bailar.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Joe Loss and his Orchestra - Amapola (https://www.youtube.com/watch?v=Ai_D6qvMMOU)