10 de diciembre de 2013




Durante mi vida escolar no sucedió nada fuera de lo normal, salvo que un día nos invitó a su cumpleaños un niño algo tímido que sólo permaneció durante un curso con nosotros, pues después, al año siguiente, lo trasladaron a un colegio privado de mayor categoría. Recuerdo que fue un viernes por la tarde, ya casi en junio. Pero mis padres convirtieron mi ilusión por ir a esa fiesta en una verdadera pesadilla cuando se empecinaron en que debía de ir de punta en blanco, como jamás había ido, ni siquiera al oficio de los domingos. Lo peor no fue que me obligasen a asearme a fondo, sino que mi madre me vistiese a la fuerza con ese ridículo traje que, para colmo, tenía una de esas incómodas corbatas de goma que apretaban demasiado el cuello. Mientras, mi padre, que era tendero, aleccionaba el acto materno repitiéndome que había que dejar en buen lugar nuestro apellido, aunque fuésemos una familia de clase humilde. Pero a mí esas repentinas tonterías me daban igual porque yo iba a jugar, como todos mis amigos de la clase. Todavía me acuerdo como si hubiese sido ayer. Esa enorme casa blanca con un jardín inmenso donde corrimos y saltamos todo lo que quisimos, y después la merienda y la enorme piñata de la que salieron infinidad de golosinas. Luego, de regreso a casa, mis padres, tras interesarse cómo había sido todo aquello, me preguntaron, ya bastante excitados, sobre él, el padre de mi amigo, el del cumpleaños. Yo les dije lo único que vi, que él no paraba de moverse la corbata porque le debía de apretar bastante, tanto como a mí la mía.

· Fondo musical para acompañar la lectura: The Pixies Three - Birthday party (https://www.youtube.com/watch?v=4QSFFgmmiCA)