2 de diciembre de 2013



En la pequeña ciudad de provincias donde pasé mi infancia nunca sucedió nada fuera de lo normal. Los días eran iguales, salvo por el clima, un nacimiento, una boda o un fallecimiento que parecían ser tan sólo los únicos acontecimientos que podían variar por unas horas la monotonía habitual. Hasta que hubo alguien que en un momento dado se percató de la desaparición del joven Sébastien Beaulieu, levantándose un enorme revuelo entre la población. Al fin y al cabo, Sébastien no sólo era un tipo apuesto, simpático, vividor y mujeriego, sino que era el hijo de un conocido aristócrata dedicado a la viticultura. El misterio acrecentó las teorías, como también generó un torrente de emociones que jamás habían vivido las gentes del lugar hasta aquellos días porque a vida diaria se transformó en una continua alteración movida por las sospechas de unos hacia otros ya que, de repente, todo el mundo tenía razones para matar al joven Sébastien. La llegada de un inspector de policía de París para hacerse cargo del asunto no hizo sino aumentar el recelo general. Bernard Lapointe, que era su nombre, resolvió el caso tras llevar a cabo una exhaustiva investigación provocando la estupefacción general cuando apuntó a la viuda Lémieux y sus cinco hijas, solteronas ellas, a quienes todo el mundo definía como “desconfiadas, taciturnas y poco sociables”. Al parecer, en una de sus correrías nocturnas, y entre vapores etílicos, Sébastien le había apostado a sus amigos que conseguiría seducir a una de las hermanas en menos que canta un gallo. Luego su rastro se perdió cuando se dirigía, tambaleándose, hacia la casa de las Lémieux, donde, semanas después, Lapointe y sus hombres lo hallaron tendido sobre una cama, desnudo y, según dicen, con síntomas de agotamiento.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Lucienne Delyle - Mon amant de Saint-Jean (https://www.youtube.com/watch?v=93_pv-XWHpQ)