31 de diciembre de 2013




Era lo que tenía el pertenecer a una estirpe cuya cabeza de familia hacía las cosas por medio de la improvisación. Porque mi padre siempre fue así, un hombre incapaz de planificar siquiera una pequeña excursión para un domingo o de organizar una reunión de amigos. Según él había que dejarse llevar por la propia aventura de vivir, que lo excitante era el hecho de no saber que es lo que sucedería después. Porque ¿para qué programar un plan, decía, si luego en la mayoría de las ocasiones se acababa frustrando por las imprevisibles circunstancias que aparecían a última hora? Es lo que ocurrió en aquella inolvidable, para nosotros, Nochevieja de 1941, cuando no se sabe muy bien por qué, y quizá en parte contagiados por el espíritu caótico de mi padre que hizo que mi madre y los demás olvidasen el calendario, no hubo cena. Era lo que tenía el hecho de ser emigrantes en Inglaterra, un lugar donde no existe la tradición de recibir el nuevo año con uvas. Y aún así, cuando alguien se dio cuenta, se reunieron un puñado de botellas de vino y alguna que otra gaseosa, y se brindó, al amanecer, en el jardín de nuestra casa.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Guy Lomabrdo - Auld lang syne (http://www.youtube.com/watch?v=DUFa7hMS8aM)