6 de diciembre de 2013



Según contaban, fue algo muy intenso y extremo. Confieso que todo aquello me cogió desprevenido, pues ese año era en el que había comenzado mi primer curso en la universidad. Y como cualquier primerizo estaba despistado frente a ese nuevo mundo que se abría de golpe ante mis ojos, tan rápido que apenas tuve los recursos suficientes para reaccionar a tales estímulos. Además estaba solo en un lugar donde tenía que resolver mis propios asuntos, sin padres protectores que defendiesen mis intereses por la sencilla razón de que ya era mayor. Como mis compañeros, quienes también estaban en la etapa de iniciación hacia la vida adulta. Pero aún así, aquello fue una situación límite, decían, para la que nadie estaba preparado y de la que se habló durante meses. Lo confieso, me sentía bastante confuso, incluso aturdido, porque para muchos aquel suceso había sido el acto supremo de la pasión. Esa era la teoría que defendía el catedrático de estética, quien pensaba que aquello fue su máxima expresión porque llevó a unos individuos hasta tal extremo que llegaron a pasar hambre en su denodada intención por alcanzar la verdad absoluta. Supe más tarde que hubo una explosión de vehemencia y desmesura, incluso hasta un ascetismo que llevó a alguno de los presentes a conseguir la plenitud existencial. A día de hoy todavía hay cosas que no he podido clarificar, aunque los hay que sostienen que lo último que se oyó en aquella tertulia filosófica, ya al borde de la extenuación, fue un grito que, sin apenas aliento, reivindicó a Wittgenstein diciendo eso «de lo que no se puede hablar hay que callar». 

 · Fondo musical para acompañar la lectura: Tomaso Giovanni Albinoni - Adagio para órgano, violín y cuerdas en Sol menor (I Musici) (https://www.youtube.com/watch?v=NdCTBeqML10)