10 de enero de 2014




Aunque han pasado muchos años de aquello, aún no acabamos de encontrar una explicación lógica que nos aclare lo sucedido. Quedamos muy pocos de la promoción del 33 pero tratamos de mantener la tertulia filosófica todos los viernes en una vieja cafetería que aún conserva los olores de antaño. Sea como fuere, y a pesar de que los achaques no nos permiten acudir todas las veces que quisiéramos a la cita semanal, no hay día en el que mencionemos a Maurice, quizá el más visceral de los que formábamos aquel grupo. Siempre fue muy excesivo con sus gustos. Hasta que cayó en sus manos “El ser y el tiempo” y llevó hasta el paroxismo su admiración por Heidegger, alcanzando límites insospechados. Maurice se obsesionó con el significado del hecho mismo de que una entidad sea, es decir, que posea intrínsecamente la facultad de ser por sí misma, cuestionándose, a partir de esa premisa, el por qué hay algo en lugar de nada. Recuerdo que solía recalcar la idea de que la existencia, el Dasein según Heidegger, trasciende la realidad dada en dirección a la posibilidad del sobrepasamiento. Algo que subrayaba repetidamente con la cita del filósofo de que «la conciencia llama al sí–mismo del Dasein al salir de su pérdida en el uno. El si–mismo interpelado permanece indeterminado y vacío en su “qué”». Nosotros nunca le dimos demasiada importancia. Conocíamos a Maurice y sabíamos que, pese a sus cosas, era un ser inofensivo. Pero lo que no nos pudimos imaginar es que seguiría todo aquello al pie de la letra, causándonos una sorpresa mayúscula cuando lo supimos. Fue hace poco tiempo, y en un día en el que la casualidad hizo que coincidiésemos todos, cuando Octave, con mano temblorosa, nos mostró aquella fotografía. Aunque nos fue imposible identificar al otro, al que se quedó vacío en su “qué”.

· Fondo musical para acompañar la lectura: W. A. Mozart - Lacrimosa, del Requiem K 626. Wiener Philharmoniker/Sir Georg Solti (https://www.youtube.com/watch?v=BUj8Elw-gNg)