31 de enero de 2014




Si hubo alguien que tuvo carácter en la familia esa fue sin duda mi abuela, una mujer que había forjado su temperamento durante la Gran Depresión, peleándose con quien fuese para sacar a la familia adelante. Porque el abuelo, que era un tarambana, aprovechó la coyuntura para dar rienda suelta a sus sueños de aventura con la excusa de marcharse en busca de trabajo, cuando en realidad, y según las escasas noticias que nos llegaron, se convirtió en uno de esos vagabundos que se dedicaban a recorrer el país en trenes de mercancías. Estaba claro que el abuelo era un zascandil, pero también la abuela tenía un genio de cuidado. Y cuando se ponía en esa postura, con los brazos en jarra, sus hijos, y nosotros, sus nietos, temblábamos, porque sabíamos que se avecinaba un rapapolvo. Por eso, aquel día, cuando desde la ventana vimos al señor Roberts, quien era el vendedor de enseres de cocina del pueblo, nos apostamos ante la ventana al percatarnos que la abuela se ponía en posición, marcando las distancias con su característica pose. Entonces la curiosidad se tornó en emoción, ya que sabíamos que ella, desde que el botarate de su marido la tomó el pelo para irse de aventuras, nunca se había fiado de nadie y menos de un vendedor, aunque fuese el Sr. Roberts a quien conocía desde que era un niño. Pero algo sucedió ese día cuando el Sr. Roberts desplegó todo su arsenal, porque fue la única vez que vimos a la abuela reblandecerse. Le compró varios cuchillos. Nunca habló de ello, pero yo siempre he supuesto que albergaba la esperanza de que el abuelo regresase algún día para rendirle cuentas.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Lightnin' Hopkins - Bring me my shotgun (https://www.youtube.com/watch?v=pTmVKNxEnYA)