27 de enero de 2014





Tuve una infancia marcada a causa de la desbordante imaginación de mis padres que había empezado el día que vine al mundo, cuando me trajeron a los brazos de mi madre en la maternidad. Porque enseguida creyeron notar que algo extraño había en mí, algo que delataba ese marcado gesto que endurecía los rasgos de mi rostro, la que ha sido después mi seña de identidad hasta estos días, cuando ya soy un jubilado entre tantos más. Sea lo que fuere, su temor les hizo desatar un cúmulo de sentimientos encontrados que les precipitó a una situación terriblemente angustiosa para unas personas de fuertes convicciones religiosas como lo eran mis padres. Pero el miedo se tornó en horror cuando inicié mi vida escolar, en la que si hubo algo por lo que destaqué fue por mi comportamiento conflictivo. No lo podía evitar, pero yo estaba siempre inmiscuido en las peleas que se producían en el patio o a la salida de clase. Y mis padres creyeron que, en verdad, el maligno me había poseído. Lo que supuso para mí el inicio de un largo peregrinaje visitando capellanes y sacerdotes especializados en exorcismos. Pero al final, todo aquello sólo valió para que mis padres hiciesen un ridículo espantoso porque yo, simplemente, fui un chico malote al que la naturaleza le puso mala cara, que me serviría, tras enderezarme en unos cuantos reformatorios, para hacer carrera en la hacienda pública como inspector.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Robert Johnson - Me and the devil blues (https://www.youtube.com/watch?v=bSch47wftZM)