11 de febrero de 2014




Mi abuela solía decir con voz quejumbrosa lo afortunados que éramos los jóvenes por las muchas ventajas que nos proporcionaban los tiempos que nos habían tocado vivir, porque sabíamos, entre otras cosas, manejarnos con las nuevas tecnologías y no como ella que, por haber pertenecido a otra época, se le resistían a su entendimiento. Se refería a la televisión, que era en color, con esa cantidad de botones que le parecían indescifrables, menos el del encendido, porque era el más grande de todos. Y el del volumen, que acostumbraba a elevar por su sordera. Pero los demás no le importaban. No era muy exigente con la calidad. La justa, decía, que le permitiese ver las cosas con meridiana claridad. Y el VHS, ni lo miraba. Demasiados botones, apuntaba. Y aún así intenté explicarle como debía manejarlo, porque sabía que tenía mucha ilusión por capturar y conservar el que para ella era uno de los acontecimientos más revelantes que iba a vivir, aunque lo tuviese que ver por televisión. Aunque eso era lo de menos porque, al fin y al cabo, lo iba a presenciar en directo. Y prefirió utilizar un método de su época, pero que ahora le resultaba mucho más fácil que antes, confesaba, gracias a la sencillez que ofrecía la Instamatic, la pequeña cámara que me habían regalado por mi comunión y que me pidió prestada. La abuela tampoco sabía que era eso del encuadre. Y no le hacía falta, decía, porque lo importante para ella era que a ambos se les viese bien. Como Dios manda.

· Fondo musical para acompañar la lectura: The Korgis - Everybody's got to learn sometime (https://www.youtube.com/watch?v=UOqXy64-hTw)