18 de marzo de 2014





Por primera vez se abría ante mí un nuevo mundo después de atravesar una larga etapa de oscuridad en mi vida que había comenzado en la infancia, cuando me convertí en el centro de todas las burlas de mis compañeros del colegio. La naturaleza había sido esquiva conmigo, incluso con mi estatura, lo que me generó motes de la más diversa índole y de una crueldad inusitada. Así es la maldad de los niños, quienes tampoco son conscientes de que la fealdad es una carga demasiado pesada para quien la sufre, porque los genes no se eligen. Una carga que se agravó al entrar en la adolescencia, cuando notaba que las chicas me miraban con repulsión al no poder evitarme, ya que tenía que pasar ante ellas para sentarme en mi pupitre, a pesar de mis esfuerzos por tratar de pasar desapercibido. Y no sólo porque fuese consciente de la incomodidad que causaba mi fisonomía sino porque además era muy tímido. En la universidad se repitió la misma cantinela. Hasta que un día, varios años después de licenciarme y gracias a la idea de un buen amigo mío, mi suerte cambió y conocí el placer, aunque con algún ligero inconveniente debido al calor que tenía que pasar. Pero acepté que en la vida nadie era perfecto.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Aldo Romano, Henri Texier & Louis Sclavis - Guy danse
(
1995)