20 de mayo de 2014




Mi vecindario siempre mostró una obsesiva desconfianza hacia mi persona sólo por el hecho de que era alguien que vivía entregado a la observación. Los muy mezquinos me tachaban de chismoso, de murmurador y de otras tantas hirientes ruindades. Incluso había un francés que vivía en la primera planta que me llamaba el “voyeur” del tercer piso, aunque nunca supe muy bien qué quería decir con eso. Cuando la realidad era bien distinta. Yo no hablaba con nadie. Era, simplemente, un pobre desgraciado postrado en una silla de ruedas, un ser inofensivo que no podía salir de su pequeño y modesto apartamento en los suburbios de Londres, un apestado que había perdido las dos piernas por un absurdo accidente en la ferretería donde trabajaba. Pero ellos, los muy miserables, me tenían inquina. Por eso les molestaba que me dedicase a mirar. Y sí, miraba. Pero con discreción, en silencio, sin causar molestias a los demás. Muchos se preguntarán por qué hablo en pasado. La respuesta es sencilla. Soy un espíritu errante, el de un desdichado tullido cuya vida sesgaron con un cuchillo de cocina. Sólo por mirar a través de la cerradura. Sí, lo confieso, me intrigaba mucho esa extraña atracción que ejercía la angelical Sra. Danvers entre los numerosos caballeros que iban a visitarla durante las ausencias de su marido por su profesión de viajante. Aún sigo sin saber como ella me descubrió. Tan sólo sé que todo fue muy rápido desde el momento en que llamó a mi puerta.

(foto: cortesía de Lola Herrero)


· Fondo musical para acompañar la lectura: Stanley Holloway - With her tucked undemeath her arm (https://www.youtube.com/watch?v=3a0cFYa5Ffw)