27 de junio de 2014




Yo aún era muy joven, pero aquel anuncio que leí por azar me ofrecía la oportunidad de ver nuevos mundos que existían más allá de los suburbios de Londres, entre barrizales y miseria, y en donde parecía estar predestinada mi vida. El eminente profesor Donald Higgins de la Universidad de Oxford buscaba un cocinero para formar parte de su expedición al Antártico, un proyecto que, al parecer, llevaba varios años preparando no sin pocas dificultades. No sabía nada de sartenes pero mi arrojo les convenció desde el primer momento ya que ellos eran conscientes de que no se presentarían muchos voluntarios dadas las condiciones extremas del viaje. Partimos una mañana neblinosa de Plymouth, ante la atención de los numerosos periodistas que habían ido a cubrir el inicio de la hazaña. Pero eso no tiene importancia, como tampoco la travesía, que duró varios meses. El verdadero éxtasis comenzó cuando divisamos aquel muro de hielo en el más absoluto silencio. Y dos días después, aumentó aún más, cuando el profesor Higgins, el doctor Marcus Hightower, el guía John Dickens y quien esto escribe salimos de la cabaña del explorador Ernest Shackleton y nos dirigimos en trineo hacia ese inhóspito desierto blanco. Han pasado varias semanas y no hemos visto a nadie. Ni señal alguna. Creo que estamos perdidos. Ahora, acampados en un lugar incierto en medio de la inmensidad, escribo estas palabras. No soy científico. Ni siquiera tengo estudios. Pero todavía no he perdido la esperanza. Pienso que todavía no nos hemos caído, que seguimos aquí, pegados a esta tierra helada cuando en realidad estamos en el centro del Polo Sur, debajo del globo terráqueo, es decir, boca abajo. Mientras tanto, afuera, nos sigue azotando una fuerte ventisca de nieve.

· Fondo musical para acompañar la lectura: Ernst Reijseger /Emmi Leisner - Dank sei dirr, Herr (G. F. Hendel) (https://www.youtube.com/watch?v=jQc_LRtDeL0)